sábado, 23 de abril de 2011

Mi zapatero remendón (Por Antonio Lozano Herrera)

Imagen tomada de la red

…y el chiquillo cada tarde al volver del colegio, se detenía a saludar a su amigo Pepe. Este, trabajaba en un lugar casi tétrico, en constante penumbra, sin ventana ni hueco alguno que no fuese la estrecha puerta, por donde no penetrara ni el más leve rayo de sol. La decoración era simple, una huérfana y desnuda bombilla de escaso amperaje, presidía desde el techo el habitáculo. En una esquina, se divisaba un enorme cartel taurino con la esbelta silueta de Manolete, y justo enfrente, un almanaque de ¡Dios sabe, cuantos años antes!, animaba la sombría estancia, mostrando entre luz, una exuberante y provocativa señora en bikini ¡Tiempos de censura! La ausencia de ventilación, hacía que un profundo olor, mezcla de cola, betún y cera, penetrara en los pulmones, en cada bocanada de aire.

Pepe, Pepe, gritaba el niño, y transcurridos unos segundos, tras un enorme montón de viejos zapatos y sucias y gastadas sandalias, aparecía la cabeza de un hombre cuarentón, de tez morena, y sonrisa abierta, sujetando casi siempre unas tachuelas, en su desdentada boca. Sentado en un diminuto taburete, se protegía con un renegrido mandil que un día fue azul. ¡Ya vienes de nuevo a que te cosa el balón! exclamaba. Dos desvencijados estantes de madera, servían para separar el calzado remendado, del pendiente de arreglo. Sin levantar la vista, hablaba de toros, y fútbol, mientras continuaba agujereando el cuero con la lezna, martilleando sobre un oxidado yunque, o dotando de horma a un arrugado zapato. El pequeño lo admiraba, porque veía en él a un artesano, a un artista, y sobre todo a una persona, a la que la penuria económica no había arrebatado, un ápice de nobleza y honradez. Era feliz, aunque todo el barrio le debía dinero. Ese era su amigo Pepe, el “zapatero remendón” de la Huerta de la Reina cordobesa.

El otro día, mi hija se disponía a tirar a la basura un par de botas de cuero, enfadada porque tenían el tacón gastado. Entonces me acordé de aquel niño, y de su amigo el “remendón”, y me propuse buscar a alguien, que cincuenta años después, se dedicara a lo mismo.

Cuando llegué a un taller, mi mente retrocedió en el tiempo, y me volví a convertir en aquel chiquillo protagonista de la historia. Pero pronto me desilusioné, nada era igual. El local era amplio y luminoso, la bombilla había sido sustituida por grandes barras fluorescentes, las estanterías eran de acero inoxidable, no existía el característico olor a betún, ni a pegamento, el almanaque era actual, y anunciaba un concierto de Heavy Metal, una moderna máquina realizaba la mayor parte de la labor, que antiguamente se hacía a mano, el delantal del zapatero, estaba más limpio que el de un camarero de un restaurante de cinco estrellas, y antes de marcharme, con un simple gesto y sin dirigirme la palabra, me hizo entrega de un tique, en el que se detallaba el nombre, el precio, así como el día de recogida. ¡Todo automatizado!

Además, destacaba unas amplias vitrinas iluminadas, donde se anunciaba: “Se vende pulseras de cuero, bisutería variada, cinturones, marroquinería en general, y bolsos de importación”, y en un extremo se escuchaba el molesto sonido chirriante de un aparato, destinado a hacer copias de llaves.

Entonces recordé a mi amigo Pepe, aquel que tanto me enseñó, entre otras cosas, que las máquinas nunca superan las sabias manos del hombre. También comprendí, que ya solo existen zapateros, pero lo de “remendón”, quedó para la historia.

Autor: Antonio Lozano Herrera
VIVENCIAS DE UNA INFANCIA Y UNA MADUREZ
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