viernes, 26 de agosto de 2011

Recuerdos de "La Velá" Por María Fuertes

En la fotografía, la Tómbola de Tomares (1958)

Principio de los 60

En los días de festejo me gustaba escuchar las campanas. Su sonido se enredaba en el viento y éste lo paseaba por el pueblo que era pequeño.
Las niñas, tan contentas, con sus vestidos preparados, (los nuevos y los viejos)…
 La Velá se celebraba en verano y mis zapatos eran de invierno, así que, mi madre, como algunas madres de aquellos tiempos (las circunstancias las hacían jugar a inventos) con polvos blancos de albayalde me teñía los zapatos, pero, el botón, que era de cristal, se resistía a cambiar su color, así que los zapatitos quedaban de un color original: blancos y con botón negro.

Cuando comenzaba la Velá se adornaba un trecho de la Calle Larga, que iba desde la torre de la Virgen de las Nieves hasta la subida al Cerrillo. Donde hoy se encuentra la placita Virgen del Rocío, instalaban una tómbola, con la mismas costumbres que aún hoy existen. Esto es, regalar los objetos que se rifan en ella. Las papeletas se hacían a mano y colaboraba casi todo el pueblo. Con papelillos blancos y alambrillos muy finos, con la punta de los dedos humedecida, liábamos los papelillos hasta dejarlos finos y alargados.
El alumbrado daba vida al corazón del pueblo y, cómo no, esas sevillanas antiguas que se bailaban con tanta energía.
El toro de fuego, los gigantes y cabezudos, el retratista con su caballito de cartón, la calle recién regada, el puestecillo de higos chumbos y, los juegos: la carrera de sacos, la gallinita ciega( en el que se rompían vasijas colgadas y llenas de sorpresas), la cucaña…

En nuestra Velá me llamaba la atención dos puestos: uno de turrón y chucherías, que estaba atendido por una señora de tez muy clara, el cabello castaño (recogido hacia atrás y prisionero en una red), los ojos azules y un delantal blanco. Parecía una luz clara y hermosa. Un poco más abajo, ya en las Cuatro esquinas, el otro: tan oscuro como la noche fuera de la Velá. Era un puesto de buñuelos y lo llevaba “Jesuita”, una gitana vestida de negro, con el rostro de bronce y rasgos profundos, manos largas de dedos nervados que, en graciosos movimientos, jugaban con la masa de harina y, dándoles forma a los buñuelos, los depositaba en el aceite hirviendo y los freía.
En el puesto de los buñuelos, como digo, tan oscuro, me alumbraban dos destellos: el metal de sus zarcillos y la llama del fogón, reflejados en las pupilas y mejillas de “Jesuita”.

María Fuertes
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