jueves, 7 de julio de 2011

Vivencias de una infancia feliz

La otra mañana, paseando con la familia por la calle La Fuente de Tomares, me llamó la atención el sonido de una trompeta y un organillo, que a lo lejos se escuchaba. La melodía, como si de un embrujo se tratara, se apoderó de mí, haciendo que mis pasos se dirigieran hacia las Cuatro Esquinas, donde un revuelo de vecinos se congregaba. Comprobé como el origen de la música, estaba en un grupo de gitanos que se disponían a realizar el número de la “Cabra”.
Con cara de asombro, decenas de niños, se arremolinaban sentados en el suelo, mientras la mayoría de sus padres, no podían disimular su sorpresa, pues escasos eran los que conocían la existencia de dicho espectáculo, si no habían tenido la suerte de escucharlo por boca de sus mayores.
En aquel momento la memoria retrocedió casi medio siglo, y pude ver unas imágenes que permanecían guardadas bajo llave, en lo más profundo de mi cerebro. Mientras actuaban los artistas del improvisado circo ambulantes, noté pasar ante mis ojos, como si de una vieja cinta de celuloide se tratara, la siguiente historia:

El chiquillo corría calle abajo como alma perseguida por el diablo, mientras a sus espaldas escuchaba la voz de su madre que gritaba: ¡Antoñín ten cuidado y no te alejes, que si te descuidas los “húngaros” te llevarán con ellos! El pequeño, cuando llegaba al cruce de Polifemo con Goya, se santiguaba sin detenerse al cruzar frente a la Iglesia del barrio “San Fernando”, y con desgana y desinterés hacía ademán de besar la mano del párroco D. José Cañones, que desde la entrada de la parroquia con mirada atónita y un gesto de desaprobación con la cabeza, veía impotente, cómo se alejaba el niño acelerando el paso. ¡El sacerdote sabía a dónde iba, al igual que el pequeño también tenía la certeza, de que su madre se enteraría del supuesto desaire al cura! Pero le daba igual, con tal de no llegar tarde a su cita mensual. Varios pasos atrás Paquito y Pedrito rebufando, le seguían en su agotadora carrera.

En la lejanía, se escuchaba los chirridos de una trompeta desafinada. ¡Vamos, vamos, daros prisa que no llegamos!, animaba Antoñín a sus amigos, que sudorosos intentaban alcanzarle. Pasaban muy cerca de las puertas de su colegio Ntra. Sra. De La Fuensanta, y por fin llegaban hasta la Acera Tomás de San Martín, junto a las vías del tren de la antigua línea Córdoba-Almorchón.

Allí se encontraban con un revuelo de personas, que en forma de círculo, aplaudían ante sonoras exclamaciones de ¡Oooooh! Los chavales sabían que el espectáculo había comenzado, pero les quedaba la esperanza de que su amiga “Benita”, no hubiera aún demostrado su arte. Se decían entre ellos resoplando: ¡Ojalá no haya subido ningún peldaño de la vieja escalera!

Los chiquitines con apenas siete u ocho años, aprovechando su diminuta estatura, y entre empujones, conseguían siempre colocarse en un lugar preferente, allí buscaban una piedra acogedora para su trasero, y se sentaban radiantes de felicidad, dispuestos a contemplar la función.

El viejo gitano con sombrero, patriarca de la plebe, sentado en una vetusta silla de enea sin respaldar, soplaba con el rostro enrojecido, la deforme trompeta cada vez con más fuerza, intentando atraer al mayor número de público, mientras otra cíngara algo entrada en carnes, le acompañaba golpeando un destartalado tambor.

“Benita”, la cabra enjuta y escuálida, cuyos huesos se dejaban ver por cualquier parte de su cuerpo, y atada a una cuerda roñosa, permanecía ajena a las miradas de la multitud, sabiendo perfectamente que era ella, y ¡solo ella!, la protagonista de la obra, la actriz principal.

Ya había acabado el número de escupir fuego por la boca, y hasta el de caminar sobre cristales, realizados siempre por un joven descalzo y con el torso desnudo. De ahí los aplausos de los asistentes, y las exclamaciones oídas por el camino. Pero no les importaba, porque lo que de verdad les maravillaba, lo que les ilusionaba, era la fantástica exhibición de “Benita”, siempre guardada para el final.
Una chiquilla morena, con camiseta y falda multicolor, una enorme flor en la cabeza, y una pandereta huérfana de piel, bailaba alrededor del círculo, al son de trompeta y tambor. Junto a ella, una perrita que con dificultad lograba sostenerse a dos patas, con un ridículo traje de lunares con volantes, intentaba seguir el ritmo de la música. La muchedumbre aplaudía y reía, ante la cómica escena.

En un momento dado, “el supuesto jefe de la prole”, se levantaba y entonaba una melodía diferente, con mucha más fuerza que las anteriores, como avisando de que el número más importante de la tarde, estaba a punto de comenzar. Entonces todas las miradas eran para “Benita”, que nerviosa reconocía el momento, y empezaba a mostrarse inquieta y dispuesta a actuar.
Se hacía el silencio cuando la anciana gitana, colocaba con un halo de misterio, la escalera de madera carcomida en el centro. Se dirigía a la cabra y exclamaba: ¡¡¡Arriba Benita!!! Todos los ojos se centraban en la macilenta chiva, tanto que la gitanilla con sus contorsiones de caderas, así como la perrita con su simpático baile, pasaban a un segundo plano y totalmente desapercibidas. La cabra de manera cansina pero no exenta de solemnidad, empezaba a subir muy lentamente, cada uno de los peldaños de la escalera, mientras la trompeta sonaba más y más fuerte.
En un momento dado, cuando “Benita” acariciaba la cumbre, cuando tras un arduo esfuerzo, su pata se disponía a posarse sobre el último escalón o la diminuta plataforma final, el sonido de la trompeta, era sustituido por el redoble del tambor de hojalata. En aquel instante, cuando parecía que tan solo faltaba el definitivo sacrificio para finalizar su brillante actuación, la gitana de mayor edad, con ancho vestido multicolor, y un enorme moño adornado con jazmines, nos sorprendía a todos colocando unos diminutos tacos circulares, para dotar de mayor altura a la escalera. De nuevo se oía la misma frase imperativa “Benita arriba”, y la pobre cabra sin opción a negarse, y con una cara de miedo difícil de disimular, daba el paso definitivo, en una ejemplar demostración de equilibrio. La lealtad, disciplina, y fidelidad del animal, estaba por encima del temor a una casi mortal caída. Todos sabían que “Benita” era consciente de que su supervivencia y la de aquella familia con la que convivía, dependía de posar sus cuatro patas en el diminuto taco, de apenas diez centímetros cuadrados. Una vez arriba y muy lentamente se giraba a su alrededor, como esperando ese aplauso, que indicará a sus amos, el momento de escuchar la mágica y esperada frase “Benita abajo”, junto al premio de alguna golosina.

Las palmas y exclamaciones no se hacían esperar, y sin pérdida de tiempo, la gitanilla bailaora, a la señal del trompetista, se paseaba ante los congregados, con un plato de hojalata oxidada, acompañada por una forzada sonrisa, solicitando la bondad y gratitud del público en forma de algunas pesetas.

En aquel instante la multitud se dispersaba, y eran pocos los que esperaban al final, para despedir a aquellos mágicos artistas callejeros que una vez al mes,  regalaban al barrio unos minutos de ilusión.
Los gitanos guardaban la recaudación en una bolsita, y recogían sus bártulos, escalera, instrumentos, y animales, los introducían en el carro del que tiraba una longeva mula, y emprendían el camino de regreso, no sin antes despedirse de los pequeños con un adiós.

De vuelta a casa, los tres amigos, sabían la reprimenda que les esperaba, pero sopesando los pros y los contras, siempre pensaron que merecía la pena arriesgarse. ¡Total, solo se trataba de una vez al mes, y ”Benita” se lo merecía!

Como si procediera de un lejano túnel, acerté a oír la voz de mi hijo, que con mi nieto en brazos, me preguntaba sonriendo: ¿Te ha gustado, papá? Yo, aún aturdido y volviendo a la realidad, solo pude ver como los artistas se marchaban, y disimulando contesté: ¡Me ha encantado hijo, me ha encantado!
Sabía con total seguridad, que no habíamos presenciado el mismo espectáculo. ¡Aquella no era mi “Benita”!

Antonio Lozano Herrera
Photobucket

No hay comentarios: