jueves, 21 de julio de 2011

Velá las Almenas (A. Lozano Herrera)

Aseguran que los mayores nos volvemos niños con el paso de los años. Sin saber cómo ni cuándo, nos vemos sumergidos en una aureola de inocencia, y nos levantamos una mañana cualquiera, comprobando que carecemos del miedo al ridículo. Sólo los muy afortunados, saben aprovechar la ocasión, disfrutando de esa segunda infancia que la vida nos ofrece.

Hace apenas unas fechas se celebró la “Velá de Las Almenas” en Tomares, y como cada verano, sus calles resplandecían engalanadas con luces, guirnaldas, actuaciones musicales, y fuegos artificiales, para dotar al barrio de un singular colorido.

¡Me gusta Las Almenas!, porque al pasear por sus aceras, percibo ese olor a puchero y pringá típico andaluz, me empapo de ese ambiente modesto pero limpio de sus soportales, me contagio del carácter solidario y campechano de sus vecinos. Degusto el aroma a taberna con solera de “Manué”, donde el mosto y las aceitunas, dotan de un sabor especial a cualquier conversación, y acudo a alguna de sus tiendecitas, donde busco remedio a cualquier desavío.

El domingo día diez, mis pasos me llevaron ilusionado a tomar el aperitivo junto a mis amigos de la barriada. Allí, apoyado en la improvisada barra metálica, donde se ofrecía un apetitoso tapeo, dialogaba animadamente bajo un sol abrasador, que intentaba mitigar, paladeando la helada espuma de una cerveza. A la vez, hablábamos con cierta sonrisa nostálgica, mientras veíamos como los chiquillos de las dos calles y sus alrededores, participaban en variados y entretenidos juegos y concursos infantiles. Los comentarios se sucedían, recordando aquella época tan lejana en el tiempo, y tan cercana en la memoria, en la que nosotros hacíamos lo mismo a diario, sin tener que aguardar a la llegada de las festivas verbenas anuales.

Todos coincidíamos, en que las tecnologías como si de un monstruo invisible se tratara, han devorado gran parte de los cándidos pasatiempos y distracciones de antaño. Los modernos ordenadores, consolas de video juegos, móviles de última generación, y demás artilugios sofisticados, han relegado casi al olvido, a aquellos juegos con los que crecimos.

La añoranza, melancolía, y cierta morriña, se conjuraron para ensañarse sin piedad con nuestras mentes, adueñándose de ellas, mientras los cerebros y corazones libraban una romántica batalla. Comenzaron a llegar recuerdos de tardes veraniegas, cuando aprovechábamos las primeras abanicadas de aire fresco, para reunirnos los amigos, con el pretexto de jugar. ¡Todo, menos estar metidos en casa!
Solo nos bastaba una pelota, unas chapas, un trompo, una lima, una soga, un pañuelo, un taco de madera, un aro, o unas canicas de barro, para ser dichosos durante unas horas. ¡Cualquier cosa servía! Y cuando no había nada, pues a jugar a la pídola, el escondite, churro marro, el látigo, o la carretilla. ¡No existía la palabra aburrimiento! ¡Qué felicidad!
A veces, las niñas se unían a nosotros, y nos invitaban a compartir la diversión, con la gallinita ciega, la goma, la comba, el diábolo, o la tanga, siempre nos negábamos, alegando que se trataba de juegos ridículos, cursis, y poco masculinos. ¡Qué equivocados estábamos!

Y allí estábamos el pasado domingo, en plena calle Pepe Marchena ¡qué bonito nombre para una calle!, junto a la calle Antonio Mairena ¡no te digo ná!, narrando cada uno, alguna anécdota o travesura de nuestra infancia. Todo ello, sin perder de vista, el corretear de los chiquitines.
Se divirtieron al son de la música del baile de la silla, realizaron carreras haciendo equilibrio con un huevo sobre una cuchara, y tras varios concursos más, acabaron con el famoso juego del pañuelito que nunca pasa de moda, y que recordaba haberlo jugado infinidad de veces, en mi más tierna infancia.

Mi sorpresa fue, cuando a mi amigo Diego Cansino, presentador y coordinador del evento, una vez que los benjamines dieron por finalizado su participación, se le ocurrió la idea de que los “veteranos”, también tuviésemos nuestro momento de gloria vecinal.

Y ahí estábamos los “abueletes”, buscando pequeñas dolencias para escurrir el bulto. “Que si la gota no me deja dar un paso”, “que si tengo problemas de columna”, “que si tengo artrosis en la pierna”, “que si llevo chanclas y no puedo correr”, y un largo etc. Pero al final, se olvidaron los males físicos propios de la edad, y las escusas, y allí nos encontrábamos cuarentones, cincuentones, y algún sesentón, apuntándonos al juego del pañuelo, ante la admiración y la sonrisa de los asistentes, sobre todo de los más jóvenes, que no recordaban haber visto en la vida, a sus padres y abuelos, en tal guisa.

Formamos dos equipos, a un lado “el Titi”, “Jesús Lolo”, “el Cuqui”, “Pepe Jaramillo”, “Luis Vargas”, “Juanito”, “el Nene”, “Ceferino”, “Diego”, y yo. ¡Qué importa quienes formaban cada equipo, y quien ganó! En el centro de la calle y pisando una línea marcada con blanca tiza, se encontraba “Justo”, con el brazo extendido sujetando el pañuelo, que no era tal, sino un viejo trapo de cocina.

Todos nos reíamos como niños, dispuestos a hacer el ridículo, pero a costa de volver a jugar, a aquello que tanto añorábamos. Porque junto a mí, no veía a esos padres y abuelos que achacosos en la mayoría de los casos se disponían a disputarse la posesión de un pañuelo. Miraba a mi alrededor y contemplaba a “Paquito”, “el Añoño”, “Pedrito”, “Rafalín”, “El Pepe”, “Manolín”, y sujetando el mocoso pañuelo, a “Perico” el más travieso. Todos con pantalones cortos, camisa raída, y viejas zapatillas de lona, por donde solía asomarse el dedo “gordo”.
Había retrocedido en el tiempo casi medio siglo, con idénticas sensaciones que entonces.

Cuando Justo dijo “el cuatro”, mi corazón dio un vuelco incontrolado, las palpitaciones se aceleraron, mis piernas comenzaron a correr, como aquel crío con siete años de principios de los sesenta, dispuesto a atrapar ese pañuelo que se me ofrecía tan lejano. Puedo asegurar que me vi inmerso en un sueño, solo interrumpido por los vítores de aliento de la multitud que allí se congregaba.

Gracias a sus vecinos, a su gente sana de enorme corazón, porque como si de una máquina del tiempo se tratara, me transportasteis a una etapa de mi vida que recordaba con nostalgia, y que pude recuperar, durante unos intensos minutos.
Barriada de Las Almenas, ¡Cuánto me has dado, y cuanto te debo!

Antonio Lozano Herrera
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